Sofía

Sofía era la imagen perfecta para describir.
Se le veía caminar por las calles, entre la gente que viene y va, sola, sin reconocer a nadie y sin ser reconocida.
Siempre adentrada en un proceso de imitación que ni ella entendía, bebiendo del viento y suspirando en un jardín estético y poco expresivo, olvidando en cada paso su sentido referencial.
Cuando yo la conocí vivía de sueños, de historias, de letras y sonrisas. Su mundo resplandecía al igual que una lámpara devorándo el silencio oscuro.
Sofía jugaba con sus expresiones finas y naturales y algunas veces también, con sus movimientos casi inacentuados que invitaban a aferrarse de aquella imagen, de sostener la cámara y no soltarla jamás.
Sofía expresaba y regalaba tantas cosas... transmitía. Así era ella, de alma felina, callada, discreta... y esa mirada, esa mirada que cautivaba, que sin afán de pretender desorientaba, evadía o evitaba hacernos conscientes de una realidad cruda y desagradable.
Sin embargo, aquel frío miercoles de septiembre Sofía dejó de ser. Se comió las tildes, las comas, y se colgó seiscientos artificios para compensar. Despertaba buscando en el buró, en el celular, en la televisión y hasta en el refrigerador un tratamiento irreal de sus visiones, una evaluación desproporcional y distorisionada que devolviera la resonancia al otro extremo, pero solo la encontraba a ella riéndose de su triteza en los momentos más felices de su vida.
Sofía no es ya una imagen a qué aferrarse, es palabras en desuso y a menudo posturas forzadas.
Sofía, invisible por decisión, se olvida a media tarde.