Menguando

A veces siento que soy como la luna, al menos como tú la describes: una farsante. Quizá por eso he aprendido a apreciarla más, aunque tú le hayas perdido el respeto. La has condenado por aprovecharse del Sol, de su majestuosidad.

Yo le hablo y la consiento, la quiero al igual que muchos más ¿Acaso no has pensado en su intermitente sufrir? Yo la compadezco, y la admiro. No se queja de las injusticias, ¿Por qué al Sol lo ven todos los días largas horas? A él lo sienten.

¿Y ella? Se conforma con unas cuantas horas en las noches, mientras permanecen despiertos. No la dejan mostrarse en todo su esplendor y tiene que acceder a aparecer en sus facetas cada determinado tiempo.

Sin embargo, ella está ahí, para los amantes, para ser testigo fiel, para acompañar y callar. Es tan humilde y sumisa. Brilla, aunque con luz ajena. Y en definitiva, es esto lo que me hace amarla más, ¡qué terrible debe ser brillar en la sombra de alguien más!.

Rememorando

A Mr Kite que ha regresado a mi vida,
en diferentes tonalidades

Pensé en llamar a Sofía para que me ayudara, y a través de ella contar otra historia, de esas historias que salen a fuerza de imaginación y de coraje, o de esas que quizá simplemente provienen de una taza de recuerdos.

Ella, de quien hemos conversado ya en muchos textos, en muchos cuentos y en variadas ocasiones, me deja por fin mostrar en mis incoherencias un collage casi fotográfico de aquel hombre, a quien, sin permiso de ella, me atrevo a decir que ha querido como a ningún otro.

Ella era de esas personas que aparentan estabilidad inconforme, fuerte, con carácter, no se dejaba impresionar a la primera, ¡Ah! Pero él (de quien jamás se ha hablado con este lápiz) llegó a su vida cambiando algo, en uno de esos días en que todo parece estar alineado y que todo nos toma distraídos. No podemos seguir dudándolo, llegó no como una certeza ordinaria, o una evidencia. Simplemente se instaló disimuladamente, poco a poco con su voz, grave y ronca, sus momentos y sus sentidos… tan poco cuerdos.

No sé describirlos en realidad, pero quizá en sus sonrisas se asomaba un poco de felicidad. Pasaban sus presencias bajo la sombra de la luna, acobijados en una banqueta, discutiendo los colores, recordando una película, visitando parques, disfrutando de la lluvia, del atardecer, sintiendo el frío de las calles.

También, se sentaban por ahí, para poner atención a la gran cantidad de ruidos que se arrastran. Se escondían, pero no de los demás, buscaban llegar más allá de las banalidades en reconciliación. Se querían aunque de distintas maneras.

A veces, durante sus conversaciones, el aire se tornaba en tonalidades en azul, cosa que a ella le encantaba, pese a ser producido por el humo del cigarro que se consumía en él. Ella amaba sus letras, sus ojos, su compañía. Reconocía sus sonidos y sus risas. Cuando salía a caminar y escuchaba ese par de canciones, sonreía. Le contaba a todo aquel que se dejara que cierto día habían osado en comerse una pizza entera, o de aquel día en que la esperó tantas horas en la escuela.
Recuerda también el día en que medio auditorio se calló al escuchar su nombre, cuando pegaban cajitas y cuando recibían "500 cosos" de un desconocido. Y ni hablar de las noches en que esperaban con tanta impaciencia las 8 de la noche.

Sin embargo, con el pasar de los días, se dejaron arrastrar en el embotellamiento y la somnolencia, tan precipitadamente, por impaciencia.
Vieron a los demás en los cafés, en los estantes, en las bodas, en los entierros. Se hicieron víctimas de un remolino, se notaban de lejos pero cuando quisieron volver a mirar sus efectos guardados, todo había terminado ya. Se olvidaron sin comprender.

Yo he preguntado por qué recuerda tantas cosas de un tiempo tan pasado y escaso y ella, con una particular sonrisa en los labios me ha contestado “Porque no quiero olvidarlo jamás”.

El Gato del antifaz

Mucho se ha hablado de él, de su caminar pausado, de su desatino con las conjugaciones, de sus expresiones caracterizadas y hasta del color de sus calcetines. Es todo un personaje en los barrios del meridiano.
Yo solo puedo decir que es bastante divertido verlo andar. Todas las tardes camina por el callejón del Elote, da vuelta en la avenida del discurso y se detiene frente a la fuente de luz de tungsteno, donde por momentos parece ir y venir a diferentes dimensiones.
Es muy raro verlo acompañado, creo que disfruta de sus conversaciones en solitario que realiza en la tercera banca del parque, o frente a la tienda de viejos televisores o en la esquina de la parada de bicicletas; lo que me recuerda que él es amante de las bicicletas y le resulta bastante fascinante ver el rodar de las llantas y su sonido particular al rozar las calles.
A menudo compra cacahuates, chocolates con cacahuates, caramelos con cacahuates o helado de cacahuate para entretenerse mientras dialoga para sí.
Cuentan algunos caminantes que en ocaciones le han oído exclamar "He aquí mi opinión de este país: hay que suprimir los amuletos, los timbres, los portazos y el olor desagradable que emite el señor esponjoso... ¡ah! y por supuesto los retenes de cebolla, además de multiplicar las fuentes del azúcar".
Más de una vez algún atrevido ha osado preguntarle el por qué de su antifaz, a lo que responde con una mirada indiferente y sigue su camino.
Así es el Gato del antifaz, fiel a sus adentros...porque lo demás ya está pasando de moda.

Intento fallido por superar la subjetividad...

Después de rimar sus conceptos me quedé en silencio, como suele ocurrir cada vez que me mira, y pretendiendo entender todo, me mordí la voz, como aquel libro que narra su historia.
El escenario había cambiado desde la última vez que estuvimos ahí. El cielo parecía oscurecer más rápido de lo normal, las sombras de los árboles bañaban las calles desiertas y nuestras miradas buscaban apenas no encontrarse.
Había algo raro en el ambiente, como si pudiera notar los restos de una ciudad que apenas dormía y que cada segundo estaba atenta a cualquier movimiento suyo o mío. Estaba fuera de mí, o quizá demasiado en mí (recordando aquí, lo sentido en otras líneas), estaba inundada de pensamientos, algunos de ellos…vacíos.

Debieron pasar varios minutos, y yo seguía ahí inmóvil, mis labios se mostraban resecos y mis ojos lloraban como si esperaran que alguien bebiera de ellos, con sorbos largos y pequeños, y me ayudara así a entender que lo que me tenía así no se acercaba ni pequeñamente a sus ganas de inspiración. Pero aquellos pensamientos (los no vacíos) no daban tregua.
Él estuvo ahí, mirándome, tratando de leer mis suspiros, escuchando mi silencio; yo no sentía mis dedos, ni mis piernas, y el aire, que se había vuelto frío, inmovilizaba mi rostro.
De pronto sentí calor, sus manos estaban en mis mejillas, en mis cabellos, su cuerpo se abrazaba al mío y nuestras narices se reconocían mientras nuestros ojos se exploraban sin entender el por qué de tanto abismo.

Volvieron a pasar los minutos, rápidamente, lentamente, no lo sé. Pero permanecimos ahí, hablando insistentemente de esas cosas que tanto él como yo, sabemos ya a la perfección.
Pero, ese ronquido se me ha clavado muy adentro. Después de todo, lo que a simple vista parece sencillo es lo más difícil de lograr.